Podría ponerme un sombrero de papagayo y llegar así a la fiseta de integración de mis compañeros del colegio.
Podría sentarme a comer carne con la mano en plena reunión con mi suegra.
Sería capaz de cantar desafinada frente a un auditorio con más de cinco mil personas.
Y bailar reggaetón "a lo mañé" en plena calle de El Poblado.
Todo eso podría hacer sin sentir pena ni vergüenza.
Por eso algunos piensan que soy valiente.
Pero la verdad es que no puedo aparecerme en un lugar con personas a las que revelé mis sentimientos más íntimos.
No soy capaz de volver a darles la cara.
En el fondo a algo sí que le tengo vergüenza: a lo que soy.
Me avergüenzo conmigo misma.
Me da vergüenza con la vida: lamento que le haya tocado trabajar en los zapatos de esta deschavetada con alma de vagabunda, de delincuente, de antisocial.
Alma violenta, alma traicionera, alma de nadie, alma indiferente y egoísta, alma con rencores y odios profundos, alma trastornada.
No soy capaz de pedirle perdón a una persona a la que insulté con la palabra, o la mirada, o el silencio.
Y créanme: no es porque no sienta deseos, sino porque me puede la vergüenza de admitir lo que soy.
Cualquier persona con atuendo extravagante,
o con malos modales en cenas importantes,
incluso con pésimos talentos musicales,
o actitudes de loca borracha por el sacol,
sería más digna de mirar con la frente en alto,
y sonreírle agradecida a la vida.