El bebé fue escupido con arte, con gracia de su madre.
Salió una hermosa criatura, tan tierna e indefensa.
la madre se alegró al ver que,
después de sus gritos desgarradores y dolorosos,
de sus entrañas salía el fruto de la espera.
Vio aquella obra y se conmovió de inmensa felicidad,
al contemplar la paz de su bebé aun en silencio.
De inmediato se percató de que el médico,
agarrándolo por los pies y colgándolo de cabeza,
se disponía a pegarle una palmada en las nalgas.
Entonces la madre soltó un último grito
y el médico se detuvo en el acto.
-¡No se atreva!
-Pero señora, el niño debe llorar.
-Ni se le ocurra. Mi niño no sufrirá por ningún motivo,
menos por una agresión.
-Si no llora, morirá. Créame que no es un dolor con el que e´no pueda. El llanto le dará aliento. Una palmada, sin duda, es dolorosa, pero la soportará y en vez de matarlo, le dará fuerzas... le dará vida.
-Cómo se atreve. Su cinismo no tiene límites. El sufrimiento no tiene ninguna justificación.
-Le repito mujer, es necesario. ¿Acaso no valió la pena el dolor, las lágrimas, mareos y gritos que sufrió para dar a luz?
Pero la mujer era testaruda y estaba convencida de que lo único que quería para su hijo era el bien, así que no consintió al médico, y en cambio le pidió que lo limpiara y se lo pasara para abrazarlo a su lado.
Así, el médico le pasó el cuerpecito apacible, suave y liviano del pequeño inerte, ahogado y tieso por su propio bien.